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Blancanieves: Un milagro atemporal sin precedentes

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Por Nerea Sirera

Si de algo no cabe duda es de que el recién acabado 2012 ha sido el año de las manzanas envenenadas y las madrastras malvadas del clásico cuento de los hermanos Grimm. Tres versiones muy distintas se proyectaron en los cines, dos americanas y una española, pero ni Julia Roberts, con una azucarada historia de amor en Mirror mirror ni los monstruos oscuros y terroríficos de La leyenda del cazador, pueden, ni de lejos, compararse con la Blancanieves española: torera, castiza y muda. Por una vez, y sin que sirva de precedente, Pablo Berger y el cine español han hecho su trabajo, y han conseguido al fin poner en entredicho la antigua creencia de que “todo lo que viene de fuera de nuestras fronteras siempre fue mejor”.

Las eternas e inevitables comparaciones con The artist, de Michel Hazanavicius, han sido el gran estigma de Blancanieves que, sin embargo,sólo se asemeja a lagalardonada cinta francesa en los aspectos técnicos y formales. En contenido, y a pesar de ser ambas representantes del cine mudo, la gala homenajea y se luce, mientras que la española emociona y brilla. Esta esencial diferencia la marca un guión sólido y lleno de continuos puntos fuertes que no dejan al espectador lugar o espacio para el letargo.  Aunque trágico hasta el extremo en su arranque, Berger se mete pronto al espectador en el bolsillo gracias de nuevo al blanco y el negro. El blanco, encarnado en la inocente y pura sonrisa de la debutante Sofía Oria, que interpreta a una pequeña Blancanieves con un acierto inmejorable; y el negro, que se alza malvado en la acechante figura de Maribel Verdú, brillante hasta decir basta.

Pero la verdadera protagonista del filme es, como no podía ser de otra forma en una cinta muda, la música. Flamenco y pasodobles se entrelazan sin tregua en una sucesión de imágenes que nada serían sin estos acordes, que españolizan y transmiten a partes iguales. Y es que la de Blancanieves es, sin lugar a dudas, una banda sonora que le imprime carácter e influye sobremanera en su excelencia.

Polémicas aparte, nunca la exaltación de la “fiesta nacional” estuvo tan justificada. Las imágenes del toreo y la plaza, vibrantes ante la visión de una Macarena García maestramente parada delante del astado, suponen el cénit de la trama y concentran toda la emoción en este breve instante, donde lo acromático de las tonalidades del pañuelo y la mantilla difuminan el color del odio y la venganza, un rojo representado en la manzana envenenada en la mano de la madrastra.

Pero quizás el elemento diferenciador más importante de esta versión del clásico cuento sea la ausencia de príncipe, sustituido por una destacada presencia femenina y por un plantel de enanos toreros capitaneados por Sergio Dorado y Emilio Gavira, que representan con creces a la parte masculina de la historia.

Con un solo visionado de Blancanieves se advierte que los 10 “cabezones” conseguidos el pasado domingo en los Goya le hacen justicia. La inicial desconfianza que creaban en el público contemporáneo los elementos clásicos de esta película: la españolización de una historia muda y en blanco negro situada en la Sevilla de los años 20, se desvanece en el momento en que el encanto de su mezcolanza de comedia, épica, humor y tragedia deja poso en el espectador y le inunda los sentidos. Ha tardado nueve años en dejarnos disfrutarla, pero la de Berger es toda una genialidad atemporal sin precedentes.



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